lunes, 21 de enero de 2013

Lluvia, fantasmas y agujas




Lo de mi contractura no era nada que mereciera demasiado comentario, qué se yo. Cada tanto me agarra alguna y me tiene a mal traer durante un par de semanas. Esta vez fueron como dos pares de semanas, así que le dije a la petisa (que se acababa de sacar un turno en el japo acupunturista ese por un tema de la mano – que le van a tener que operar) que me sacara un turno con ella así probaba, e íbamos juntos ahorrándonos un viaje. Sacó para el Sábado a la mañana, genial, como para ir tranquilos, sin el quilombo de pedirse una mañana o una tarde en el laburo, sin el desbole de comerse el tránsito de entre semana de Capital para llegar al culo del mundo en donde queda el bendito lugar este.

La puerta del lugar no te decía nada. O sí, pero poco. Entrada de casa vieja de capital. Nos vino a atender una japonesita toda simpatía y toda flaca (voy a hacer una imperdonable generalización diciendo que las orientales son todas flacas) que en el zaguán nos hizo sacar el calzado y nos dio ojotas para entrar. Las mías las tuvo que cambiar porque se equivocó en el tamaño y no me entraban los pies así que me alcanzó unas pantuflas, y al final entramos.

Y qué lugar. Era una especie de sala cuyo vano se proyectaba hacia arriba en esa planta y la siguiente, y remataba en la cúpula de vitral que puse en la foto que te mandé. Por el costado, una escalera de madera espectacular, con pilotes macizos, que llevaba a la segunda planta, cuya baranda también es lo que se ve en la foto. En el piso de arriba, en esa especie de pasillo repartidor alrededor del vano enorme del tamaño del living de abajo, había puertas con vidrios y cortinas, también de madera perfectamente conservada, que accedían a las distintas habitaciones de la que en algún momento habrá sido una casa de familia. Qué bien que vivían antes, pensé, mientras la hacían entrar a la petisa a la consulta ahí en el consultorio de abajo que alguna vez habría sido quizás un comedor, que habría albergado quién sabe qué veladas, miradas furtivas de parejitas queriendo noviar, peleas familiares, enfermos condenados, contubernios políticos, la vida de una familia acomodada del Buenos Aires de principios del 1900.

Qué suerte que había llevado el Kindle, justo arrancaba con el libro Corea del Norte. Me apoltroné en un sillón, vi para arriba la cúpula que hacía entrar una luz cenital sensacional, escuché la lluvia cuyos ruidos y perfumes blandos venían de un jardín interior, pasando gentilmente por una puerta que habían dejado abierta para que entrara el fresco, sentí los pies en las pantuflas. Me di cuenta de que a mi derecha, contra la pared y debajo de la escalera, había un hogar ahora cubierto de chucherías orientales. Sí señor, esa sala de espera había sido un living, y ahora más que seguro un comedor esa sala contigua donde estaba la peti ahora. Me hubiera quedado leyendo horas, pero a los 5 minutos la vi salir para arriba con la mano hecha un puercoespín de agujas y me llamaron a mí.

“Deje todas sus cosas en la silla y acuéstese en la camilla boca arriba.” Celular, lentes, llave del auto, llaves de casa, billetera, Kindle. Mis cosas. Un montón. Me acosté y la japonesita me hizo una foto de cada ojo, porque no sé si dije que además de acupuntura te hacen iriología, y me hizo un cuestionario de por qué coño estaba ahí y un poco de background de afecciones. Luego me dejó ahí, acostado, y ese cuarto (el excomedor) que estaba pegado al jardín interno seguía sonando tranquilamente a lluvia. Finalmente vinieron el médico y la piba, y hablaron obviamente de mí en japonés, coreano, chino mandarín o el idioma que fuera el que comunicaba a estas personas de ojos finitos. Cada tanto la piba me preguntaba algo en perfecto argentino, y se lo traducía al médico (¿médico? vaya uno a saber), pero no traducía las palabras de partes del cuerpo. Era como una especie yin ku suan honjin omóplato te penyuan hari kisuke próstata. Lo de la próstata me inquietó, porque el médico le hizo preguntarme a la japo (era chiquita la japo, ya te lo dije, pero no uso el diminutivo de japo porque se entiende mal la frase) si tenía problemas de próstata. ¿Se suele despertar a la noche para ir a orinar? No, ya sé los síntomas, pero no me suelo despertar para ir a mear. Y eso que soy de cenar tomándome como un litro de líquido, pero sí le dije que mi abuelo materno sí tenía problemas de próstata. Conchilaló. Si tiene alguna entidad ese “diagnóstico”, me resulta seriamente un embole, no son graciosos el, ejem, diagnóstico clínico y tratamiento. La próstata, por el ojo. El chiste obligado es que no quiero saber cómo te diagnostican, por ejemplo, glaucoma, pero ni lo voy a elaborar graciosamente, otros lo han hecho mejor ya. En fin, la cosa es que dos o tres preguntas más, y me mandaron para arriba. Con “mis cosas”.

Me hicieron pasar a una sala que habría sido alguna vez el dormitorio de alguien. De varios álguienes sucesivos, en realidad, quiénes habrán sido, qué habrán hecho, ¿la casa habrá olido igual hace casi cien años, en un mediodía de Enero, con lluvia? Camilla de masajes, esas con un agujero para poner la cabeza boca abajo. Sáquese pantalón y remera y acuéstese boca abajo dice ahora otra piba con rasgos orientales, pero de los que entraron por el estrecho de Bering y bajaron: era peruana o algo. ¿Por qué uno no tiene pudor en esos lugares de quedarse casi en bolas? Me acosté, puse la cara en el hueco, me taparon traste y piernas con una toalla para que no me diera frío, y de vuelta me quedé solo. El piso era de madera. Al ratito -pero no vi nada- entró alguien que podría haber sido una mujer, un hombre, un hada o un puto dragón con manos precisas y me empezaron a poner las agujas. Como no veía, solamente podía imaginar cómo era el proceso de clavarlas. La primera, en el tendón de Aquiles de la pierna derecha. Hijo/a de puta. Si eso era una aguja, aguda pero casi incorpórea, lo que le debe haber dolido al hijo de Peleo el recio flechazo de Paris. Después fue subiendo con otras agujas, pero estas no dolían nada, solamente sentía la intriga de cómo las ponían, se oía algo, como si fuera una herramientita metálica, no las mandaban directamente con la mano.

De vuelta me dejaron solo, sería para que hiciera efecto la cosa. Al rato, quien supongo hubiera sido el colocador volvió y empezó a sacar las agujas, pasando la mano luego, lo que venía bien porque quedaba como una picazón. Me pidió en mal castellano (OK, era varón) que me diera vuelta. Era el médico que me había visto abajo. Esta vez me puso otras agujas en el brazo y en las manos: en el dorso de la derecha y en la palma de la izquierda. Y solo de vuelta, sopesando que las molduras del techo habrían sido reconstruidas hace no tantos años, y sintiendo cómo una especie de escalofrío raro que me empezaba en la pantorrilla de la pierna derecha y me subía hasta el glúteo, me erizaba en oleadas, cada tanto. No era frío. Anoche todavía lo sentía. Es extraño.

Y no mucho más, qué sé yo. Después de un rato en el que se me durmieron las dos manos de tenerlas medio para arriba, vino el doc, me sacó todo, me miró un poco más y me indicó que bajara. Abajo la japo nos indicó una dieta sin harinas, ni lácteos, ni alcohol, y si nos queríamos llevar las agujas (que ahora esas eran nuestras) o dejarlas ahí hasta la próxima visita. Con el quilombo, mugre y descontrol de la casa en obra, muchísimo mejor (y más higiénico, seguro) dejarlas ahí en guarda. Nos calzamos y nos fuimos.

No sé, uno está más acostumbrado a Occidente. ¿Te duele la espalda? Te masajeo la espalda. O te doy remedios para la espalda. O te doy una crema para que te pases por la espalda. O te pongo ondas de algún tipo en la espalda. En Oriente te duele la espalda, ¿ah, sí, a ver el ojo? Hmmm, mal el hígado, por eso el problema de la espalda. Como está mal el hígado, te pinchan las piernas, obviamente. Y las manos. Y volvé a tu casa y no comas ni harinas ni alcohol ni lácteos. Exige una especie de salto de fe ir de agujas en el tendón de Aquiles, al hígado, a uy ya no me duelen los hombros cuando estoy sentado. Veremos qué pasa.

El Sábado que viene tenemos otro turno. Espero que llueva de vuelta.

miércoles, 6 de julio de 2011

El Maestro

Puerta con telarañas - Cortínez, Luján.

El Maestro finalmente abrió los ojos, saliendo de un trance de años. Mientras sus párpados cubrieron sus pupilas él flotó sobre cada punto del Universo, sobre cada cosa viviente e inanimada, sobre el pasado, sobre el futuro, sobre cada una de las verdades individuales, limitadas y aparentemente contradictorias que solamente Su ojo puede aprehender y que en su totalidad conforman La Verdad, única, coherente, eterna. Porque no existe el misterio, el misterio es solamente el nombre que damos los ignorantes, los incompletos, los finitos, a la vastedad oscura del Todo. Tenemos apenas un puñado desordenado de las piezas del gran rompecabezas, y ni siquiera esos fragmentos podemos armar porque pertenecen a partes distantes de la enorme figura. Pero no el Maestro, Él -como un águila- planea sobre La Verdad y la observa fluyendo y sin embargo estática, cambiante y sin embargo idéntica, piadosa y sin embargo aterradora.


Años hace ya que al Maestro le planteé La Pregunta. Cuando la hubo oído fue que cerró sus ojos y salió en busca de La Respuesta, como un arqueólogo que sabe que en el jeroglífico está la palabra, pero que tiene que descifrarla. Fue entonces que empezó su viaje y hoy, ahora, en este momento, al abrir sus ojos yo sé que en sus alforjas me trae la llave de todas las puertas que yo mismo me impuse cuando mi rostro no estaba todavía surcado por los hilos del tiempo, cuando se me ocurrió La Pregunta, la enigmática cuestión que yo nunca podría responderme. Pero que Él sí podría contestar; ah, qué suerte tuve de encontrarlo. Casi media vida me detuve esperando esa llave y ahora, finalmente, la voy a tener, el Maestro me la va a revelar y volveré a correr como un río poderoso, pero esta vez por los cauces que yo elija y -aunque siempre imperfecto- voy a ser feliz. Casi media vida se me ha pasado, y está bien: lo que me queda tendrá, finalmente, sentido.

Mi corazón palpita con furia haciendo crujir las costillas que lo aprisionan y siento en el cuello los golpes de la sangre, como un tambor que alguien toca desde adentro.


-Maestro, ¿cuál es La Respuesta?

-¿Eh? Ah, perdón, me debo haber dormido... ¿Por qué, me habías preguntado algo, muchacho?



miércoles, 16 de diciembre de 2009

Lluvia en la autopista

General Paz, amaneciendo.

(OK, es cierto, no es algo real y en primera persona como las otras entradas, sino ficción. Pero es hija de BUE, y me vale ponerlo acá.)

Puso segunda y después primera, la autopista estaba trabada como casi cada mañana que no fuera feriado o vacaciones. El sol debería haber estado iluminando el aire a esa hora, cortándolo al bies en tajos paralelos, pero en vez de eso había unas nubes negras empecinadas en no dejarlo pasar. El pavimento húmedo, resbaladizo, brillaba delicadamente en la garúa, y pensó que otra vez lo peligroso y lo bello estaban bailando juntos. El auto de adelante se detuvo, acarició el freno en un acto reflejo totalmente ajeno a su conciencia, levantó la mirada y lo vio: era el mismo auto de ayer, más o menos en el mismo lugar, más o menos a la misma hora, y de vuelta en exactamente las mismas posiciones: ése adelante, él atrás. Sonrió extrañado ante la casualidad y jugó con la idea de que quizás no lo era, de que posiblemente, en la autopista, cada mañana, fueran todos siempre los mismos -pocos- autos. "Después de todo, nuestra pobre mente no puede reconocer más que un puñado de imágenes que le indicamos como importantes, qué va a distinguir entre mil autos más o menos indistintos". No sería imposible que ella, avergonzada o directamente incapaz, nos disfrazara su ineptitud con un conveniente pero patético disfraz de infinitud, y ocasionalmente de casualidad. Pero no importaba, y la verdad estaba divagando, así que pasó la idea al cajón de las estupideces a ser dichas en alguna reunión para parecer entre gracioso y definitivamente raro.

Como fuera, lo que salvó a este bendito auto de adelante de la indistinción fue una calcomanía que tenía pegada en el portón trasero. Del alto de una palma, habían cinco figuras: un hombre, una mujer, dos niños, un perro. Una familia. Todos tomados de la mano exceptuando, claro, al perro. Esa calcomanía le pareció una declaración de satisfacción, de meta, de orgullo o, en una de esas, un recordatorio para los ocupantes de ese vehículo de que no tenían motivos para la amargura. “Pobres…”, pensó, aunque es posible que sintiera una vaga envidia.

Llegando a 9 de Julio, miró a la eterna vieja con la alcancía con el cartel de “jubilada” pidiendo entre los autos. Y a su gorrito. Y a los tullidos, pidiendo entre los autos. Y a los vendedores de nada, vendiendo entre los autos. Y a los autos, empujándose entre los autos, primereándose, defendiéndose lastimosamente con repentinos y mínimos ataques, aceleradas, cruces, frenadas.

En el obelisco, un turista le sacó una foto a su mujer, y él quedó en el cuadro, mirándolos desde la ventanilla del auto. Lo sintió raro al hecho. Vaya uno a saber en qué país, el turista y su mujer iban a mostrar esas fotos a otra gente, y lo iban a ver a él, y él los iba a estar mirando siempre desde la ventanilla, como un fantasma mira a otros fantasmas. Y quién sabe en cuántos lugares ya estaría él, casualmente, en las fotos de desconocidos, vagando en todo el mundo.

Le pareció que eran juegos del destino. El destino, “esa fiera hecha de inconciencia y de sarcasmo”, había escrito una vez en un papelito en la esquina de Esmeralda y Perón, para no olvidarse y meterlo en algún relato que nunca hizo. El destino que tanto lo había acunado, que tanto se le había ensañado. Mientras estacionaba en el garaje pensaba en cuántas casualidades habrían en la ciudad en un día cualquiera. ¿Cuánta gente nos cruzamos en un día en la calle, en el subte, en el tren, en el colectivo? ¿Cuántos en un año? Miles. Decenas, centenares de miles. A algunos inclusive les miraba las caras, a algunas las observaba caminar, de otros era testigo de un instante. “¡Me encantó lo que cocinaste anoche!” “Decile que se lo meta en el culo.” “No, mamá, no puedo.” “Sí, a 3,82.” “Yo también.”

Subió por la escalera, porque los ascensores a esa hora estaban abarrotados y después de todo no le parecían tanto cinco pisos, al menos por esa mañana. Mientras abría la puerta de la oficina, se sentaba y prendía la computadora para empezar a trabajar, no pudo evitar la inquietud de saber que en algún momento seguramente ya se había cruzado con toda la gente en su futuro. Con todos, y no los había reconocido. Con todos, y el destino hijo de puta se le divertía poniéndoselos adelante disfrazados de presente. No los conocía, quizás ni los sospechaba, pero sabía que estaban ahí, que les había pasado cerca, o mirado, o hablado. ¿Quiénes serían? Sabía que posiblemente ese mismo día se había cruzado con un cliente, su mecánico, una esposa, una amante, su abogado, su ladrón, su asesino.

Sonó el teléfono, levantó el tubo apenas más rápido que lo normal, y dijo "Hola..."

lunes, 23 de febrero de 2009

Cronotransportadores


Perforación sigue bien, profundidad quinientos treinta y nueve metros, inyección sube siempre espesa con kerosén, aumento hubo muy poco. Se trata de un terreno que es casi imposible pasarlo de tan duro, garantimos que es kerosén de la mejor calidad, todo en buen estado. Beghin y Fuchs, 13/12/1907.

Una copia facsimilar de este telegrama se encuentra en el Museo del Petróleo de Comodoro. Hace ciento un años, Humberto Beghin y José Fuchs descubrían un líquido negro en el subsuelo de Comodoro Rivadavia que ponía al país en el mapa de los que tenían petróleo. Hace ciento un años, Beghin y Fuchs, en cierta manera silenciosa y limitada, nos independizaron. Ese papel hoy envejecido fundó tanta historia, tantas historias, el destino de tantas personas hoy idas, el relato de mi ciudad entera, parte del destino de un país…

No sé dónde esté el telegrama original, seguramente en algún archivo, y posiblemente acá en Buenos Aires, pero me gustaría verlo, tenerlo en la mano; son cosas que nos unen al pasado. O no, no es que nos unan al pasado, al pasado estamos unidos, nos guste o no, nos demos cuenta o no, lo elijamos o no. Es que son, no sé, como objetos que nos hacen tangible el pasado, eso, que lo ponen en tres dimensiones; son como puentes temporales que nos permiten asomar la cabeza y mirar a esos hombres de hace un siglo, de hace dos, de hace diez, de hace cuarenta, y reconocernos en ellos, y reconocerlos en nosotros.

La historia no es la historia sin sus objetos. Vemos esa caligrafía, esa cursiva elaborada y aun así tosca, vemos el papel sin renglones, la prosa seca, las faltas de ortografía (que a manera de tonto homenaje no transcribí), el nombre de kerosén, que le daban a lo que para nosotros siempre se llamó petróleo; vemos esa fecha del 13 de Diciembre que en ese momento fue casual pero que en Comodoro venimos festejando con bombos y platillos todos los años desde entonces como el Día del Petróleo.

Con ese papelito desvencijado y con apenas una sola foto de alguna perforación de la época ya sabemos el clima salvaje, las condiciones terribles, la tecnología precaria, la dureza, el rigor épico del trabajo. Con apenas esos dos objetos ya se nos acercan aquellos hombres ásperos de arrugas tempranas y manos callosas, aquellos hombres improbables que aún así, posando en un día de sol frente a la torre y totalmente negros y brillantes por lo que le quitaron a la tierra, parecen contentos, satisfechos, orgullosos. Y en ese momento, cuando los estamos mirando en esa imagen, ellos son los concretos y tridimensionales y vivos, y nosotros los fantasmas que los miran desde una ventana de papel.

...

Era un mediodía agobiante para estar en la catedral de Santa Cruz de la Sierra un Domingo de misa. Luego de esa primera y agotadora semana de trabajo en Andina, el feriado, el calor y la hora rogaban terminantemente por una cerveza, pero con Leo estábamos acompañando a Sandra que había ido, de puro católica, a estar en buenos términos con su dios. Leo y yo, a conocer por dentro esa construcción preciosa, antigua, que miraba a la plaza central llena de palmeras y sol y gente que te sonríe si le sonreís.

Adentro estaba mucho más umbroso y no recuerdo que hiciera tanto calor como afuera, en donde un sol imperdonable cayendo a plomo parecía serenamente determinado a no dejar a nadie vivo. La catedral era, en lo esencial, como tantas otras construcciones monumentales dedicadas al Hijo de Dios: tenía forma de cruz. La nave central, larga y repleta de feligreses, la que cruza (que después aprendí que se llama transepto), separando y enalteciendo al altar de más allá, con su cura de voz potente y cuidada, con su cura de voz tenor que llegaba hasta a los rincones de los rincones. Y miré a la gente, a las pinturas, sopesé su antigüedad en la oscuridad de su pátina; aprecié las dos columnas, una en cada costado de la nave central, con escaleras a sendos púlpitos en madera adosados a ellas y elevados un par de metros del piso, de manera de dar altura física y –sobre todo– moral a la garganta del cura para que su voz se rociara sobre todas las cabezas, para que su voz lloviera sobre todas las almas.

Terminada la misa, vi que en el transepto, a la derecha del altar, había una puerta que decía "Museo Catedralicio". Sucede que amo los museos, los de arte porque me gusta el arte, los de cosas antiguas porque, como venía diciendo, me gustan esos fantásticos objetos cronotransportadores. Así que convencí a Sandra y Leo de entrar un rato a mirar, y pagamos la módica entrada a una vieja muy cordial que finalmente fue nuestra guía.

Éramos los únicos visitantes. El museo, pequeño y en dos pisos, mostraba la gloria y riquezas desde el mil seiscientos y pico hasta aquel día. Ropa eclesial bordada con hilos de oro y plata, capas pluviales de telas pesadísimas y exquisitas, piezas de plata, algunas pequeñas y otras enormes y obscenamente macizas, antiguas pinturas de antiguos prelados, adornos, cálices, joyas. Yo preguntaba por todo, quería que la vieja me contara la historia de cada objeto, y la historia de cada historia.

Por suerte para mí, esta buena mujer, en vez de fastidiarse por mi curiosidad de martillo neumático, me dijo en un momento: "Venga por acá que le voy a mostrar algo que creo que le va a gustar. No está para el público, no se lo mostramos a nadie." Y nos guió a una salita muy pequeña, con anaqueles repletos hasta el techo de papeles, cuadernos y libros en apariencia viejos. Había un hombre en el medio del poco espacio que quedaba, mirando y haciendo algo sobre unas hojas que tenía en una mesita de madera que se parecía más a un estrado. La vieja me presentó, agarró una de las hojas de la mesita, y me la dio. Era un papel grueso, envejecido, con algunos agujeritos aquí y allá como si estuviera apolillado. "Es una cédula real, del tiempo del virreinato, el señor está catalogando y curando estos archivos" me dijo la vieja. "Ese que tiene en la mano está firmado por Carlos III" me dijo el hombre con una sonrisa. No recuerdo qué era lo que decía, alguna tediosa cuestión notarial creo, pero ahí abajo estaba la rúbrica de quien había sido el dueño del imperio en donde nunca se ponía el sol. Yo el Rey. Esa era la firma. No Carlos, o Carlos III, o Carlos de Borbón, tampoco un firulete, sino Yo el Rey. Yo. Quién más podía tener la suprema potestad de distinguirse de todo el resto no por el nombre sino diciendo simplemente Yo. Debe ser uso común de todos los reyes firmar así, pero yo no lo sabía. Me pareció maravillosa esa "Y" enorme y fileteada, envanecida, digna, real. Bendita vieja, le había caído en gracia y me hizo uno de los mejores regalos que he recibido. No el papel, claro, no el papel que todavía debe estar ahí en algún anaquel, sino la ocasión de agarrarlo, de tocar las mismas fibras que el soberano de un imperio había tocado, de ver las mismas letras, leer las mismas palabras para mí intrascendentes y acaso antes, para Yo el Rey, intrascendentes también. Ese papel era un puente, y yo estaba frente al monarca.

...

Hay unas palabras de un curioso Borges en Inglés,

I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men
have honoured in marble: my father's father killed in the frontier
of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded
and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my
mother's grandfather -just twentyfour- heading a charge of
three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.


Now ghosts on vanished horses. Esos desvanecidos caballos, ese muchacho, sable en ristre, galopando enloquecido hacia el mármol y la memoria, todo ese largo verso whitmaniano siempre me causó una especie de fascinación. Porque yo, criado sin familia inmediata cercana, con poca conciencia de ancestros más allá de mis abuelos maternos, ni siquiera conociendo a los paternos, y en una ciudad cuya historia se remontaba a gente que todavía caminaba por la calle, no se puede decir que tuviera muchas raíces en ningún lado. Las raíces me parecían objetos ajenos y curiosos, magníficos. De ahí me vendría, supongo, esa fascinación por las palabras de un hombre que reconocía a un montón de espíritus corriendo en su propia sangre. Borges, se me hacía que no estaba solo ni aun solo. Estaba lleno de historias que, no sería justo decir que lo anclaban al pasado, pero sí que lo traían desde el pasado y lo impulsaban a su vida. Borges mismo era un cronotransportador poblado de crono-transportadores.

La Buenos Aires de ese viejo finalmente ciego, la misma que ahora habito y que camino, la que me tiene en su asfalto y sus veredas, dentro de sus cementos, entre sus neones y sus ruidos solitarios, en sus humedades bochornosas, es también un cronotransportador gigantesco lleno de otros cronotransportadores. Los viejos empedrados, ciertos frentes que todavía nos hablan de conventillos, o de casas con patios y aljibes y vides, o de la magnífica riqueza de antaño, o de la ya momificada ansia por querer ser parisinos. Todo eso me lleva a las épocas en las que aquí podía verse el horizonte, y el sol cuando salía y se ponía. Y puedo ver todo lo de antes y después de cualquier momento. Allí estuvieron Perón y Eva hablando a la masa, y ahí cayeron las bombas del 55, en esas salas estuvieron reunidos en 1810, esas paredes de allí guardan gritos y uñas desesperadas, ahí comía Gardel y aquí cantó Caruso, allá va la luna rodando por Callao mientras un loco la sigue a versos. En los pisos lustrados actuales del Abasto todavía resuenan los ecos de los cajones de verduras bajadas al áspero suelo por los inmigrantes, se huele la transpiración y las frutas, se ve la luz blanda y exquisita que se colaba por sus gigantescos ventanales. En La Boca se ven los porteadores y las decenas de barcos de decenas de banderas reflejándose en las aguas bostezantes de la primera luz del día mientras se va el bajel sueco cuya bandera hoy puebla el pecho de medio pueblo. En los arrabales del sur aún retumban el honor, el tajo, la venganza,
y acaso alguna esquina
(por Flores, y ya olvidada
bajo pintura amarilla)
sea la esquina rosada.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Esqueleto en el celular

Línea D, estación 9 de Julio, vías a Congreso de Tucumán

Encontré algo en mi celular que ni me acordaba haber escrito: las anotaciones, hechas en el subte, de un post que finalmente no armé. Exceptuando la última frase que redondea una idea completa (y con la que pensaba cerrar el post), las otras tres eran apenas un ayudamemoria, las guías, el espinazo de lo que luego escribiría. Parecen tres ideas zonzas y un poco sin sentido, pero en ese momento me eran tan claras, cada una era una usina, un centro nervioso de otras ideas. Ahora no recuerdo nada de aquello que quería escribir, y aquí quedaron estas tres frases, fosilizadas, un esqueleto jurásico del que uno apenas podría imaginar su carne, su movimiento, sus colores, su gracia.

Mientras estoy escribiendo esto, el subte avanza por su universo unidimensional de vías, su mundo que sólo conoce adelante y atrás.

Estoy yendo a buscar los últimos análisis para la operación de Marina.

Una señora con un bebé pide una limosna. Me mira, pero no me mira a mí. La miro, pero no la miro a ella.

Estas entradas, si bien están para ser vistas, me da la sensación de que las estoy haciendo para mí, para acordarme qué es lo que pensaba o qué es lo que sentía cuando era el que hoy soy. Le estoy tirando un mensaje en una botella al tipo que va a ser yo dentro de 3 años, o 15, o 30.

martes, 23 de septiembre de 2008

Lunes 1 am

Camino a Km.3, Comodoro.

Vuelvo del centro, de dejar a Majo, después de la cena en casa con nosotros. Noche cerrada. Annie Lennox en la radio pregunta por qué, deliciosamente. Acceso Norte, entrando a Thames, ciento cuarenta y cuatro kilómetros por hora. Un avión bajando frente a mí, a cuatrocientos. Sólo sus luces. Todo va tan rápido. Todo está tan quieto.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Dos buenos médicos

Marina.

No sé si era un chiste exclusivo de mi madre o parte del folklore comodorense, pero el hecho es que yo de chico oía correr la chanza de que hay dos buenos médicos en Comodoro. Aerolíneas y Austral. En ese chiste, además, había una parte no dicha porque era una parte sobreentendida: que esos médicos te llevaban a curarte a Buenos Aires.

Tal como era dicho, y visto desde la mente de un chico como yo era por aquellos entonces, el tema sugería algo propio del pensamiento mágico: “Se fue a Buenos Aires a operarse”, “Lo derivaron a Buenos Aires”, “Se va a ir a hacer tratar en Buenos Aires”. Difícilmente escuchara yo decir “Le mandaron el nene al Garrahan a operarse”, “Lo derivaron al Dr. Grippo”, o “Se va a ir a hacer tratar en el Güemes”. No. No eran los médicos, no eran los establecimientos los que te perfilaban el atributo sanador. Era, principal, esencialmente, Buenos Aires. El Garrahan, Grippo, el Güemes, todos compartían la misma propiedad geométrica: estaban dentro de los límites de un polígono cerrado irregular definido por una línea que alguien había dado en llamar General Paz que continuaba su ronda en la ribera de un río.

Convengamos en que esa ilusión óptica de Buenos Aires como ente sanador fue ayudada, en la historia que me tocó vivir, por varios sucesos que la respaldaron. Uno, que a los cinco años hice una convulsión. Me gusta cómo los médicos dicen que uno “hizo” algo, como si hubiera sido un producto de la voluntad; uno “hace” una peritonitis o un neumotórax o un paro cardíaco. Como sea, la cosa es que a los cinco años hice una convulsión, así, sin aviso previo, no por fiebre alta o por algún golpe feo en la cabeza, sino que de la nada. Posteriormente lo asociaron a que en el parto me habían sacado con un vacuum (nombre inglés y poco florido destinado a apenas opacar el hecho de que me chuparon de la cabeza con una puta Ultracomb), pero lo cierto es que el mal estaba ahí: tenía epilepsia. Ahora los médicos te dicen “no existe lllaaaaa epilepsia, tenés varias cosas que pueden llamarse así, con orígenes distinblablabla”. Todo lo que quieran. Pero yo, a principios del ’73, era un nene epiléptico. Cumplí los seis internado, chocho con una hermosa estación de servicio de madera (antes eran de madera pintada) con un autito de colección deportivo y azul, demasiado no a escala para la estación pero me importaba un pito porque era grande y tan hermoso y mío. Y ese (la habitación del sanatorio, la cama, yo, la estación, el autito) es uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia, rescatado, no sé cómo ni por qué, junto a un puñado de otras cosas que se me confunden entre lo fáctico y lo onírico. La verdad es que yo me sentía bárbaro y no entendía muy bien por qué o para qué estaba internado. Pero para mis padres, en aquel tiempo, en ese lugar del sur, debe haber sido terrible. Esa estación de servicio carísima para aquella economía familiar, ese autito de colección grandote, hoy me saltan a la vista como un gesto de desesperación ante el dolor, un pedido de disculpas por una culpa que no era de ellos. Y obviamente un neurólogo de allá recomendó que “fuéramos a Buenos Aires” a hacerme ver. Y durante 12 años vinimos a Buenos Aires a hacerme ver por el doctor Grippo y a hacerme decenas de estudios de los más complejos, un centellograma “en el sanatorio donde se lo hicieron a Perón” en el que me tocaron un nervio al meterme por la carótida un bombazo de material radioactivo y me dejaron medio cerrado un ojo (que con los meses -creo que como ciento veinte- se normalizó), una de las primeras tomografías computadas del tiempo en que te encajaban un material de contraste del tamaño de una cocacola chica en el dorso de la mano, montones de electroencéfalogramas y vaya a uno a saber qué otras cosas que no me acuerdo. Después de esos 12 años, a los 18, y luego de tomar cada noche de esos 12 años la pastilla o jarabe prescriptos en la última visita a Buenos Aires, Grippo decretó mi condición de sano. Todo lo que se había hecho para curarme o revisarme o analizarme, todo, había sido hecho en Buenos Aires.

El otro suceso fue casi inmediatamente después de resolver el primero. Yo tenía 18 y empezaba la universidad, y mi padre hizo un aneurisma (ahí es donde aprendí el concepto de hacer una enfermedad). Justo en el lugar en el que la aorta se divide en las dos ilíacas que van a cada pierna, ahí, antes de la bifurcación, la arteria hizo un globo que, si reventaba, iba a ser cuestión de unos cuantos segundos para que se fuera en sangre. Y aunque estaba en la terapia intensiva del mejor sanatorio de Comodoro, ahí no se podía hacer nada. Era esperar a que pasara la parca sentados del lado de afuera de las puertas ominosas de la UTI, o usar a uno de los “dos mejores médicos” para llevarlo a Buenos Aires. Por supuesto, la cosa no podía darse así de fácil, no podía ir en un avión de línea como estaba, la aerolínea lo tenía prohibido. Así que, a las 12 de la noche, en una oficina de YPF vacía excepto por las dos personas que estábamos ahí, presencié uno de los hechos más curiosos que me tocó ver de joven: cómo una persona (gran amiga de mi padre), sin que le importara un pito la hora ni a quién fastidiaba, llamaba a todos los teléfonos importantes de la provincia, moviendo influencias, chapeando su puesto y algunos apellidos conocidos, despertando gente, rellamando, haciendo lo que fuera para finalmente conseguir lo que mi padre necesitaba para salir urgente. Y lo consiguió. Con sólo una silla y un teléfono (pero una amazona para eso) lo consiguió: el avión sanitario de la gobernación de Chubut se lo llevó al día siguiente. Varios agradecieron a Dios. Yo, por esa época ya ateo, puse la gratitud en Aída, la amazona, de ella había sido el pequeño milagro. La operación fue en el Güemes, en los tiempos en los que ahí operaba el equipo de Favaloro. El doctor Boullon salió con su vestimenta naranja y nos dijo que todo había salido bien, que le habían puesto una “arteria” de teflón para reemplazar el pedazo dañado. Le habían hecho circulación extracorpórea (aún hoy no sé exactamente lo que es), le habían reemplazado algo tan delicado como la principal arteria del organismo, le habían puesto las tripas a un costado para curarlo, y estaba vivo. Claramente, era magia. Claramente, esa magia no era de Boullon, ni de Favaloro, ni del Güemes. Era Buenos Aires, la misteriosa Buenos Aires la que lo había salvado.

El último suceso no fue por mi padre. Fue por mi madre. Había que hacerle una cinecoronariografía. En resumen, meterle una sonda por una vena del brazo o de la pierna y hacerla subir hasta el corazón para ver qué tal todo por ese lado. A pesar de ser un estudio invasivo y con ciertos peligros acotados, no dejaba de ser de rutina, pero mi madre lo tomó como una semi sentencia de muerte. Así que derivada, por supuesto a Buenos Aires, cayó (caímos) a donde la ambulancia nos llevó desde Aeroparque: un sanatorio en San Telmo de nombre Variedades. No, en serio, Variedades. Parece que no había lugar en otros lados y la mandaron al sanatorio de la obra social de artistas de variedades. Artistas y putas, que parece que aportaban también a ese gremio del entretenimiento. Ahora lo recuerdo con una sonrisa mientras escribo, pero en ese momento la semi sentencia de muerte de mi madre, según ella, estaba siendo firmada. Por supuesto que no estaba siendo firmada nada, y del Variedades tengo dos o tres recuerdos dignos de rescatar cada tanto. El primero la tiene a mi madre en camisón en el día de su cumpleaños sentadita en su cama sanatorial de su cuarto sanatorial, y entra el director del lugar, que era nada menos que Enrique Dumas. Varón cabal, maduro, con una pinta bárbara, y con la vieja que lo había visto siempre por televisión y que le decía a mi viejo que así como para él era la locura Claudia Lapacó, para ella era el tipo este. Y así, desde la puerta, le empezó a cantar el feliz cumpleaños con su voz tanguera y una sonrisa canchera y gentil sombreando en un costado. Una sola vez vi colorada a mi madre, y fue esa, como una quinceañerita tímida a la que el pibe más lindo le chanta un piropo delante de todos. El segundo recuerdo tiene que ver con la muerte, o con la vida, que al final es hablar de lo mismo. La compañera de cuarto de mi madre era una señora mayor, vivía en La Boca, era sencilla y tenía cáncer. La recuerdo casi siempre sola, con muy ocasionales visitas de su hijo, un miserable de trajecito que vendía tiempo compartido y que en una de sus visitas me tanteó a ver si me podía encajar uno a mí. Lo curioso es que lo que me quedó grabado de ella (ya su cara desapareció, igual que su voz, su tamaño, su forma, su nombre) fue la emoción por un partido de fútbol. Era un domingo de esos en los que la gente desaparece y las calles están desiertas, jugaba Boca con vaya a saber quién, y la vieja seguía el partido por la radio. Y en un momento, Boca clavó un gol. El relator eternizó esa “O” gigantesca, cargada, liberadora, el tiempo se detuvo, y sólo retomó su marcha al volver a desbarrancarse la verborragia trivialmente heroica del de la radio. Bostero, apreté el puño y tiré un “¡Vamos!” ahogado por la situación y el lugar. Y la miré a la vieja para compartir la alegría. Ella dijo “Boquita…”, como quien nombra a un hijo, y en la cama cayó una lágrima que le acababa de rodar por la mejilla. Ese es el recuerdo, un gol, una vieja que se moría y una lágrima, y no quiero decir más. Finalmente le hicieron el estudio a mi madre, y todo fue bastante bien, y no se murió, y long live the queen, y fue gracias a Buenos Aires, porque el Variedades, lo que se dice el Variedades, no había sido.

Así que ésta es más o menos la historia de cómo llegué a esta mística (o sea, a esta ilusión) de que un lugar puede curar. Después de que vine a vivir acá, con Ana buscamos por montones de médicos hasta encontrar el que nos conformara con el tratamiendo a darle a Flor por su problema de los oídos, y ahí me dí cuenta (no es que no lo sabía, es que una cosa es saberlo y otra cosa experimentarlo luego de décadas de mito) de que en Buenos Aires hay de todo: médicos malos, mediocres, buenos y excelentes; que la ciudad no infunde mágicamente sabiduría a nadie y que, ocasionalmente, los mejores de alguna especialidad no están en Buenos Aires.

Pero escribo esto mientras estoy sentado en la noche, viendo lo que muestra la foto de arriba. Ahí, adentro de esa cama, está Marina recién operada y totalmente dopada para que no tenga los dolores de la tremenda operación que le hicieron en la espalda por una maldita escoliosis, con una cicatriz de medio metro, con cables y tubos que le llegan por todos lados, con sus dignidades mínimas temporalmente suspendidas. Espero que pueda cumplir sus catorce ya habiendo salido de aquí, dentro de unos días. Cuando la trajeron de la sala de operaciones y la llevaron de la camilla a la cama y le conectaron y programaron todo, en ese estupor pavoroso del apenas despertar de la anestesia y de no saber quién sos ni qué te pasa, de sentir que tres o cuatro personas como fantasmas, con voces desconocidas, te manipulan eficientemente y casi en silencio, en la penumbra; en esa confusión borracha, angustiada, preguntó al aire con los ojos cerrados “¿Estoy muerta?”. Y se me heló el pecho porque en ese momento me di cuenta de los miedos horribles por los que había pasado mi chiquita y que no le había dicho a nadie. No, mi amor, no estás muerta, estás más viva que antes porque te arreglaron la espaldita y vas a estar muy bien, fuiste tan valiente mi amor, te quiero tanto. Y rogué por que reconociera que era la voz de su papá la que le hablaba, y que eso le llegara adonde fuera que estaba su conciencia entre tanta anestesia, y que le bajara un poco de paz para que durmiera, finalmente, tranquila.

Marina llegó de Comodoro con su columna enferma, y con Ana pude hacer que se la operara el mejor médico de la república, con los mejores implantes del mundo, en el mejor sanatorio. Todo lo humano y material, todo lo que no fue azar, fue lo mejor, y simplemente escribirlo me satisface y me alivia. Va a tener una vida buena cuando salga, va a bailar, va a correr, va a tener hijos, va a hacer lo que se le dé la gana con su espalda nueva, porque se la curaron. Acá, en Buenos Aires. Y ya sé que no es Buenos Aires, pero la ilusión óptica es buena, desde siempre es muy buena.

martes, 8 de enero de 2008

Una carta

Imagen mía. Una mañana cualquiera, en Retiro.

Llegué a Buenos Aires ya de forma definitiva por Abril. Teóricamente la fecha era Marzo pero estuve más que nada en Comodoro cerrando cosas de trabajo de allá. De hecho cumplí 40 allá, a las apuradas, sin Ana y Flor, pasando como un tren y sin parar por una de las estaciones más importantes, por una en la que quería detenerme un poco para mirar para atrás, para mirar a los costados, para mirar para adelante. Pero bueno, no se pudo. Putamadre.


Así que hace ya unos cuantos meses que estoy en BUE (yo le digo "bue" a Buenos Aires, por el indicativo del aeropuerto, Comodoro es CRD y aunque aeroparque es en realidad AEP, no sé por qué en los vuelos de cabotaje sabe decir BUE) y recién ahora estoy empezando a postear en el blog. Ha pasado tiempo. Esto quiere decir que una buena dosis de ingenuidad seguramente -y en una de esas, lamentablemente- he ido perdiendo, y es por eso que rescato esta carta que copio más abajo. En realidad es un email, pero prefiero decirle carta porque siento que pertenece más al sosegado género epistolar que al mundo urgente de los correos electrónicos. Esta pequeña carta, entonces, me es grata ya a esta distancia y disfruto algo releyéndola porque muestra mi mirada inaugural, una mirada incontaminada por la costumbre, por la rutina, por la aceptación que terminan por hacer invisible hasta a un elefante rosado paseándose por el escenario del Colón mientras el tenor se luce con el Celeste Aïda...

De: José Luis
Para: Rosa
Asunto: Woolf e impresiones del hospicio

Hoy Ana se quedó en casa porque tenía que llevar a Flor al doc, así que vine solo los 35 minutos de tren desde San Isidro y cuando llegamos a Retiro me sobresalté, me pareció que habían pasado 8-10 minutos. Woolf (y Bach, al palo) me habían hecho olvidar del quilombo sardinesco, de los empujones, del frío que entra cuando abren la puerta, del calor cuando la cierran, del malhumor y la indiferencia enormes de por acá en donde el prójimo es un potencial enemigo... durante esos 35 minutos estuve en Londres, y era mediodía, y era verano, y se me arrugaba el alma observando -como si fuera un fantasma flotando sobre la escena- a Peter Walsh diciéndole a Clarissa que estaba enamorado de otra para que ella lo salvara... y juro que no me di cuenta de nada hasta que el tren hizo la frenada final.

Y después bajé del tren en medio de otras 10.000 personas que hacían lo mismo y que iban (íbamos, y siempre Bach, al palo) como un chorro sólido humano a los molinetes que nos alineaban sólo por unos segundos, hasta pasar, y ahí el chorro se abría como cuando uno aprieta la punta de una manguera, y todo el mundo salía para todos lados. Yo, al subte, a otro molinete y a una casualidad de esas que Cortázar hubiera atribuido a alguna voluntad desconocida: al entrar, al lado mío estaba la mujer que venía, también al lado mío, en el avión de Comodoro para acá. El mismo tapado negro de Cardón, los mismos lentes conchetos blancos y negros, los mismos cuarentaytantos -largos- años, el mismo platinado apropósitamente artificial, pero soy pésimo como fisonomista: la reconocí por las manos: tenía los dedos que le terminaban en punta, como un cono alargado y desagradable, desagradable porque vi que lo que le ahusaba los dedos eran las uñas, largas y manicuradas, que le crecían muy arqueadas y como apretándole el dedo hacia adentro en los costados y haciendo una pilita de carne en la punta; me imaginé que para que tuviera esos dedos así deformados tendría que haber llevado esas uñas así durante años, quizás décadas, me parecieron manos que no habían hecho una mierda en toda una vida y sentí que su dueña tampoco. Ella seguro que también me reconoció y nos miramos al entrar, pero ni nos saludamos. A ninguno de los dos nos interesaba un pito del otro.

Por ahí después haga clic y termine odiando esto, pero por ahora me parece una delicia ir en el medio de este lío monumental y mirar todo como si estuviera a 500 metros de altura, estar en el medio de la tormenta y adentro tener un lago. Todo se me hace bello, el gentío, la confusión, los azulejos de la salida del subte pintados con motivos griegos azules, verdes y amarillos quién sabe hace cuánto, la salida de ese pequeño mundo subterráneo a la gigantez de la ciudad que te corta la cara de frío, los bares mugrosos de la estación de subte en Retiro, las patéticas macetas en las ventanas de los edificios con plantitas escuálidas y más grises que las paredes, la gente emputecida, y hasta los pibes mugrientos durmiendo en el piso, o la miserable vieja que te pide limosna sentada en las baldosas con un bebé. Todo se me hace bello. Y se me ocurren en este momento los dos últimos -y ya tan andados- versos del poema Buenos Aires, de Borges: "
No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto". Se entiende, Jorge Luis, se entiende...

Besos,
JL

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Nacido y criado

-Hola.

-Hola, soy yo -y fue casi un susurro.

-Ah, hola gordo, ¿cómo va la reunión? -y me sonreí; ella del otro lado también había, inútilmente, bajado la voz.

-Bien. Te hago cortito porque Esteban justo bajó a hacer un mate, estamos en un break... - e hice una pausa que fue corta, pero larga porque quería decirle lo que le iba a decir, -... Gordi, andá buscándote un traslado en el laburo porque nos vamos para Buenos Aires.

Y hubo otra pausa, también corta y larga, pero esta vez porque yo quería saber su reacción.

-Ay, gordo... ay gordo, qué alegría... -A unas pocas cuadras, en nuestra casa, del otro lado de la línea, Ana estaba llorando. Ella volvía a su Buenos Aires querido. Yo me iba de Comodoro para siempre.

Soy José Luis, tengo 40 años, divorciado, tengo cuatro hijos, tres de mi sangre y una del corazón, carne de Ana. Viví hasta cumplir estos 40 años en Comodoro Rivadavia, y soy "nyc", nacido y criado, como decimos los que vivimos en lugares en donde eso es importante, en donde quiere decir algo, en donde es una declaración de arraigo o tal vez de fidelidad.

Nacido y criado. En realidad no es técnicamente cierto, la verdad es que los papeles dicen que me hice el primogénito de Mabel y Manuel Luis en Bahía Blanca, en la Maternidad del Sur, un 19 de Marzo del año 1967. Me engendraron y me gestaron y -después de unos días de vivito y llorando- me criaron, todo en Comodoro, pero para nacer, lo que se dice nacer, me llevaron a Bahía. Y era lógico, mi madre tenía toda su familia allá, su gineco de confianza (siempre dijo gineco, como si cinco sílabas le fueran demasiado para nombrar a un médico), la mejor clínica, qué sé yo, es verdad, todo entendible, pero lo cierto es que esa formalidad, ese detalle, esos pocos trazos en la segunda página del documento, me hicieron sentir siempre como robado de poder decir que era nyc sin pensar que era una mentira sutil (cuando en realidad era una verdad sutil).

Mis padres eran "vyq", que se vendría a pronunciar como el nombre de la birome. Venidos y quedados. Mi padre de La Plata, un tipo común, de barrio, peronista de los que estaba de chico en la calle recibiendo cuando pasaba la chata tirando muñecas para las nenas y pelotas Pulpo para los varones. Supe que había sido buen deportista, que practicó remo y paleta. Supe que fue en algún momento taxista, y después entró en YPF, en Destilería La Plata. Supe mucho después, de adolescente y por casualidad, que en algún momento se casó y tuvo hijos, hasta que su matrimonio descarriló y arregló las cosas drásticamente: se fue a Comodoro, puso 2000 km de distancia entre él y un pasado al que no volvió nunca más, como si no hubieran sido 2000 km de distancia, como si hubieran sido 2000 km de profundidad. Y en Comodoro, en el Comodoro del '65 creo, en un Comodoro que era no demasiado más que un pueblo grandote de calles de tierra, de viento, de frío, de barros gredosos que te chupaban el zapato cuando llovía, en ese Comodoro promisorio pero áspero que obligaba a la gente a juntarse para superarlo, fue que conoció a mi madre.

Mabel, mi madre, también vyq, hija de don Amadeo, un juez de Bahía Blanca, y de doña Angelita (y no era apodo, así con diminutivo era su nombre), una esposa de juez de Bahía Blanca. La mayor de cuatro, fue criada en el seno de una familia acomodada y terrateniente; nutrida con la antigua patricia delicadeza del piano de conservatorio (recibida con medalla de oro a los 14), del italiano de la Dante Alighieri (egresada con certificado que decía "Alla migliore allieva dell anno xxxx"), su educación fue confiada a maestros que iban a su casa a enseñarle en un cuarto habilitado como aula, como correspondía a la gente acomodada de aquellas épocas quizás no tan pasadas. Como no pudo estudiar Arquitectura porque era en Buenos Aires o en La Plata y ni en sueños la dejarían ir sola -faltaba más-, estudió Matemática, Física y Cosmografía en la Universidad del Sur, a unas pocas y decentes cuadras de su casa. Para cuando se recibió, el carácter rígido y paterfamiliar de mi abuelo y el contestatario y rebelde de mi madre (botón de muestra: cuando a las hoy marmóreas 20:25 del 26 de Junio del '52 se avisó por radio que una joven de 33 años de nombre María Eva había "pasado a la inmortalidad" mi madre, en plena cena familiar, se levantó de su silla en señal de respeto; mi abuelo -gorila empedernido y por buenas razones- le dijo, repitió y vociferó que se sentara, ella nunca lo hizo) eran demasiado para un mismo techo, y demostraron más: ser demasiado para una misma ciudad, para una misma provincia, para una misma región. A sus 27 años, la señorita Mabel Salvatori decidió dejar de ser "la hija de Don Amadeo", renunció a unas cuantas comodidades, a otras tantas seguridades, y se fue a ser ella en Comodoro Rivadavia, en aquellos tiempos correspondiendo a una amplia área gris del sur profundo de la república denominado con el genérico título de "el culo del mundo", a cubrir una suplencia en el Colegio Perito Moreno y así hacer sus primeras armas en la educación. Nunca volvió a Bahía Blanca como no fuera para vacaciones. O para hacerme nacer, claro.

Manuel Luis un día vio a una chica que no había visto antes por ahí, evidentemente era nueva en Comodoro, imposible pasarla desapercibida: cualquier cosa nueva, cualquiera en el pueblo, era visible como un ojo flotando en la sopa. Petisa, bien hecha, arreglada, maquilladita, peinadita, ojos verdes, tez blanca, una caricia a la vista. El muy acosador la vio una o dos veces y empezó, no a seguirla, pero sí a conocerle sus tiempos, su rutina, sus regulares idas y venidas, empezó a esperarla cerca de sus horarios de entrada o de salida simplemente para mirarla, para verla caminar, desplazarse, para sentir ese inexplicable regocijo -que sólo se compara con la contemplación artística- que sentimos los hombres al observar a una hembra bien formada. Manuel Luis aceptó la invitación a la reunión porque la verdad que estaba -y peor, se sentía- solo; unos amigos lo querían sacar un poco del ensimismamiento y le dijeron que se acercara a tal hora en tal lugar. Y fue. Llegó con un paquete de comida de rotisería en una mano y unas botellas en la otra, y veinticinco años después todavía no se explicaba cómo se las había arreglado para que no se le reventara todo contra el piso al ver a esa piba petisa, bien hecha, arreglada, maquilladita, peinadita, ojos verdes, tez blanca, una caricia a la vista, sentada en uno de los sillones.

La dama y el vagabundo se hicieron pareja no sé cuánto -pero sí sé que poco- después. Y luego vine yo, y después un hermano, y tiempo más tarde otro. Y me crié en Comodoro como cualquier nyc hijo de vyq's, con tíos postizos amigos del alma de mis padres; sin saber de familiares sino en las vacaciones: primos, tíos, abuelos eran todos gente que veíamos una o a lo sumo dos veces por año; con mis abuelos que mandaban las esperadísimas encomiendas con regalos para los cumpleaños y tres bolsitas repletas con exactamente las mismas golosinas, una para cada hermano, para que nadie se peleara; con las esperas a la noche y cada tanto en la Unión Telefónica para que mi madre pudiera hablar con Bahía ya que era muy difícil conseguir línea y muy cara la llamada; con la localía -en fin- como vida, y la lejanía como marca.

De chico no me molestaba (de hecho, hasta me gustaba) decir que era de Bahía Blanca; después, desde la adolescencia en adelante, yo mismo ya me sentia hijo de Comodoro, tejido entre sus fibras que también me atravesaban. Un día -tendría yo unos 15 ó 16 años- un profesor de un lenguaje de programación conoció a mi madre y dijo "ah, usted es la madre de José Luis, y la vieja se emocionó: yo ya dejaba de ser "el hijo de Mabel y Manuel Luis", de ser en referencia a ellos, y empezaba a ser yo por mí mismo. Porque si hay algo que tienen las ciudades chicas es que uno es uno, no como en las grandes en donde uno es nadie. Con sus pros y sus contras, con sus ventajas e incomodidades, pero uno es uno. Ahora que releo esto que escribí, se me ocurre que una persona que siempre haya vivido en una gran ciudad no debe entender un carajo qué quiere decir que "uno es uno" (obvio que uno es uno, ¿qué vas a ser, Napoleón?, o si no: obvio que uno es uno, ¿qué vas a ser, dos?. No lo voy a explicar ahora, quedará para un desarrollo más extenso en alguna entrada del blog de más adelante.

Y terminé la secundaria, y empecé la universidad, y la dejé por pendejo y por gil, y después me casé (muy joven) y tuve a mis tres hijos, Santiago, Marina y Federico, trabajé como un burro como programador con clientes particulares y fue durísimo, y en el '94 entré a la empresa en la que estoy ahora que me permitió, con un buen sueldo fijo y seguro por mes (finalmente) terminar la casa que había empezado a construir. Hace unos seis años me separé y luego de una experiencia fallida y de otra en la que fui un turro (de los peores, de los que no lo saben y se creen buena gente), conocí a Ana en un viaje de trabajo a Buenos Aires. Éramos, y somos, muy distintos, casi como el agua y el aceite, pero con necesidades en ese momento tan complementarias y mutuamente satisfechas que fuimos como dos piezas de un rompecabezas de millones, que mágicamente se habían encontrado. Fue un choque de trenes, en varios sentidos. En cuestión de semanas le había ofrecido que se vinieran, ella y Flor, a Comodoro, a compartir la vida conmigo. Y aceptó entre lágrimas de emoción. Y después de cuatro años en mi ciudad, salió el tema de trabajar en Buenos Aires, y yo quería. Y la mañana en que arreglé la propuesta la llamé y me dijo "Hola", y yo le dije "Hola, soy yo" (y fue casi un susurro)... y le conté.