miércoles, 24 de septiembre de 2008

Esqueleto en el celular

Línea D, estación 9 de Julio, vías a Congreso de Tucumán

Encontré algo en mi celular que ni me acordaba haber escrito: las anotaciones, hechas en el subte, de un post que finalmente no armé. Exceptuando la última frase que redondea una idea completa (y con la que pensaba cerrar el post), las otras tres eran apenas un ayudamemoria, las guías, el espinazo de lo que luego escribiría. Parecen tres ideas zonzas y un poco sin sentido, pero en ese momento me eran tan claras, cada una era una usina, un centro nervioso de otras ideas. Ahora no recuerdo nada de aquello que quería escribir, y aquí quedaron estas tres frases, fosilizadas, un esqueleto jurásico del que uno apenas podría imaginar su carne, su movimiento, sus colores, su gracia.

Mientras estoy escribiendo esto, el subte avanza por su universo unidimensional de vías, su mundo que sólo conoce adelante y atrás.

Estoy yendo a buscar los últimos análisis para la operación de Marina.

Una señora con un bebé pide una limosna. Me mira, pero no me mira a mí. La miro, pero no la miro a ella.

Estas entradas, si bien están para ser vistas, me da la sensación de que las estoy haciendo para mí, para acordarme qué es lo que pensaba o qué es lo que sentía cuando era el que hoy soy. Le estoy tirando un mensaje en una botella al tipo que va a ser yo dentro de 3 años, o 15, o 30.

martes, 23 de septiembre de 2008

Lunes 1 am

Camino a Km.3, Comodoro.

Vuelvo del centro, de dejar a Majo, después de la cena en casa con nosotros. Noche cerrada. Annie Lennox en la radio pregunta por qué, deliciosamente. Acceso Norte, entrando a Thames, ciento cuarenta y cuatro kilómetros por hora. Un avión bajando frente a mí, a cuatrocientos. Sólo sus luces. Todo va tan rápido. Todo está tan quieto.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Dos buenos médicos

Marina.

No sé si era un chiste exclusivo de mi madre o parte del folklore comodorense, pero el hecho es que yo de chico oía correr la chanza de que hay dos buenos médicos en Comodoro. Aerolíneas y Austral. En ese chiste, además, había una parte no dicha porque era una parte sobreentendida: que esos médicos te llevaban a curarte a Buenos Aires.

Tal como era dicho, y visto desde la mente de un chico como yo era por aquellos entonces, el tema sugería algo propio del pensamiento mágico: “Se fue a Buenos Aires a operarse”, “Lo derivaron a Buenos Aires”, “Se va a ir a hacer tratar en Buenos Aires”. Difícilmente escuchara yo decir “Le mandaron el nene al Garrahan a operarse”, “Lo derivaron al Dr. Grippo”, o “Se va a ir a hacer tratar en el Güemes”. No. No eran los médicos, no eran los establecimientos los que te perfilaban el atributo sanador. Era, principal, esencialmente, Buenos Aires. El Garrahan, Grippo, el Güemes, todos compartían la misma propiedad geométrica: estaban dentro de los límites de un polígono cerrado irregular definido por una línea que alguien había dado en llamar General Paz que continuaba su ronda en la ribera de un río.

Convengamos en que esa ilusión óptica de Buenos Aires como ente sanador fue ayudada, en la historia que me tocó vivir, por varios sucesos que la respaldaron. Uno, que a los cinco años hice una convulsión. Me gusta cómo los médicos dicen que uno “hizo” algo, como si hubiera sido un producto de la voluntad; uno “hace” una peritonitis o un neumotórax o un paro cardíaco. Como sea, la cosa es que a los cinco años hice una convulsión, así, sin aviso previo, no por fiebre alta o por algún golpe feo en la cabeza, sino que de la nada. Posteriormente lo asociaron a que en el parto me habían sacado con un vacuum (nombre inglés y poco florido destinado a apenas opacar el hecho de que me chuparon de la cabeza con una puta Ultracomb), pero lo cierto es que el mal estaba ahí: tenía epilepsia. Ahora los médicos te dicen “no existe lllaaaaa epilepsia, tenés varias cosas que pueden llamarse así, con orígenes distinblablabla”. Todo lo que quieran. Pero yo, a principios del ’73, era un nene epiléptico. Cumplí los seis internado, chocho con una hermosa estación de servicio de madera (antes eran de madera pintada) con un autito de colección deportivo y azul, demasiado no a escala para la estación pero me importaba un pito porque era grande y tan hermoso y mío. Y ese (la habitación del sanatorio, la cama, yo, la estación, el autito) es uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia, rescatado, no sé cómo ni por qué, junto a un puñado de otras cosas que se me confunden entre lo fáctico y lo onírico. La verdad es que yo me sentía bárbaro y no entendía muy bien por qué o para qué estaba internado. Pero para mis padres, en aquel tiempo, en ese lugar del sur, debe haber sido terrible. Esa estación de servicio carísima para aquella economía familiar, ese autito de colección grandote, hoy me saltan a la vista como un gesto de desesperación ante el dolor, un pedido de disculpas por una culpa que no era de ellos. Y obviamente un neurólogo de allá recomendó que “fuéramos a Buenos Aires” a hacerme ver. Y durante 12 años vinimos a Buenos Aires a hacerme ver por el doctor Grippo y a hacerme decenas de estudios de los más complejos, un centellograma “en el sanatorio donde se lo hicieron a Perón” en el que me tocaron un nervio al meterme por la carótida un bombazo de material radioactivo y me dejaron medio cerrado un ojo (que con los meses -creo que como ciento veinte- se normalizó), una de las primeras tomografías computadas del tiempo en que te encajaban un material de contraste del tamaño de una cocacola chica en el dorso de la mano, montones de electroencéfalogramas y vaya a uno a saber qué otras cosas que no me acuerdo. Después de esos 12 años, a los 18, y luego de tomar cada noche de esos 12 años la pastilla o jarabe prescriptos en la última visita a Buenos Aires, Grippo decretó mi condición de sano. Todo lo que se había hecho para curarme o revisarme o analizarme, todo, había sido hecho en Buenos Aires.

El otro suceso fue casi inmediatamente después de resolver el primero. Yo tenía 18 y empezaba la universidad, y mi padre hizo un aneurisma (ahí es donde aprendí el concepto de hacer una enfermedad). Justo en el lugar en el que la aorta se divide en las dos ilíacas que van a cada pierna, ahí, antes de la bifurcación, la arteria hizo un globo que, si reventaba, iba a ser cuestión de unos cuantos segundos para que se fuera en sangre. Y aunque estaba en la terapia intensiva del mejor sanatorio de Comodoro, ahí no se podía hacer nada. Era esperar a que pasara la parca sentados del lado de afuera de las puertas ominosas de la UTI, o usar a uno de los “dos mejores médicos” para llevarlo a Buenos Aires. Por supuesto, la cosa no podía darse así de fácil, no podía ir en un avión de línea como estaba, la aerolínea lo tenía prohibido. Así que, a las 12 de la noche, en una oficina de YPF vacía excepto por las dos personas que estábamos ahí, presencié uno de los hechos más curiosos que me tocó ver de joven: cómo una persona (gran amiga de mi padre), sin que le importara un pito la hora ni a quién fastidiaba, llamaba a todos los teléfonos importantes de la provincia, moviendo influencias, chapeando su puesto y algunos apellidos conocidos, despertando gente, rellamando, haciendo lo que fuera para finalmente conseguir lo que mi padre necesitaba para salir urgente. Y lo consiguió. Con sólo una silla y un teléfono (pero una amazona para eso) lo consiguió: el avión sanitario de la gobernación de Chubut se lo llevó al día siguiente. Varios agradecieron a Dios. Yo, por esa época ya ateo, puse la gratitud en Aída, la amazona, de ella había sido el pequeño milagro. La operación fue en el Güemes, en los tiempos en los que ahí operaba el equipo de Favaloro. El doctor Boullon salió con su vestimenta naranja y nos dijo que todo había salido bien, que le habían puesto una “arteria” de teflón para reemplazar el pedazo dañado. Le habían hecho circulación extracorpórea (aún hoy no sé exactamente lo que es), le habían reemplazado algo tan delicado como la principal arteria del organismo, le habían puesto las tripas a un costado para curarlo, y estaba vivo. Claramente, era magia. Claramente, esa magia no era de Boullon, ni de Favaloro, ni del Güemes. Era Buenos Aires, la misteriosa Buenos Aires la que lo había salvado.

El último suceso no fue por mi padre. Fue por mi madre. Había que hacerle una cinecoronariografía. En resumen, meterle una sonda por una vena del brazo o de la pierna y hacerla subir hasta el corazón para ver qué tal todo por ese lado. A pesar de ser un estudio invasivo y con ciertos peligros acotados, no dejaba de ser de rutina, pero mi madre lo tomó como una semi sentencia de muerte. Así que derivada, por supuesto a Buenos Aires, cayó (caímos) a donde la ambulancia nos llevó desde Aeroparque: un sanatorio en San Telmo de nombre Variedades. No, en serio, Variedades. Parece que no había lugar en otros lados y la mandaron al sanatorio de la obra social de artistas de variedades. Artistas y putas, que parece que aportaban también a ese gremio del entretenimiento. Ahora lo recuerdo con una sonrisa mientras escribo, pero en ese momento la semi sentencia de muerte de mi madre, según ella, estaba siendo firmada. Por supuesto que no estaba siendo firmada nada, y del Variedades tengo dos o tres recuerdos dignos de rescatar cada tanto. El primero la tiene a mi madre en camisón en el día de su cumpleaños sentadita en su cama sanatorial de su cuarto sanatorial, y entra el director del lugar, que era nada menos que Enrique Dumas. Varón cabal, maduro, con una pinta bárbara, y con la vieja que lo había visto siempre por televisión y que le decía a mi viejo que así como para él era la locura Claudia Lapacó, para ella era el tipo este. Y así, desde la puerta, le empezó a cantar el feliz cumpleaños con su voz tanguera y una sonrisa canchera y gentil sombreando en un costado. Una sola vez vi colorada a mi madre, y fue esa, como una quinceañerita tímida a la que el pibe más lindo le chanta un piropo delante de todos. El segundo recuerdo tiene que ver con la muerte, o con la vida, que al final es hablar de lo mismo. La compañera de cuarto de mi madre era una señora mayor, vivía en La Boca, era sencilla y tenía cáncer. La recuerdo casi siempre sola, con muy ocasionales visitas de su hijo, un miserable de trajecito que vendía tiempo compartido y que en una de sus visitas me tanteó a ver si me podía encajar uno a mí. Lo curioso es que lo que me quedó grabado de ella (ya su cara desapareció, igual que su voz, su tamaño, su forma, su nombre) fue la emoción por un partido de fútbol. Era un domingo de esos en los que la gente desaparece y las calles están desiertas, jugaba Boca con vaya a saber quién, y la vieja seguía el partido por la radio. Y en un momento, Boca clavó un gol. El relator eternizó esa “O” gigantesca, cargada, liberadora, el tiempo se detuvo, y sólo retomó su marcha al volver a desbarrancarse la verborragia trivialmente heroica del de la radio. Bostero, apreté el puño y tiré un “¡Vamos!” ahogado por la situación y el lugar. Y la miré a la vieja para compartir la alegría. Ella dijo “Boquita…”, como quien nombra a un hijo, y en la cama cayó una lágrima que le acababa de rodar por la mejilla. Ese es el recuerdo, un gol, una vieja que se moría y una lágrima, y no quiero decir más. Finalmente le hicieron el estudio a mi madre, y todo fue bastante bien, y no se murió, y long live the queen, y fue gracias a Buenos Aires, porque el Variedades, lo que se dice el Variedades, no había sido.

Así que ésta es más o menos la historia de cómo llegué a esta mística (o sea, a esta ilusión) de que un lugar puede curar. Después de que vine a vivir acá, con Ana buscamos por montones de médicos hasta encontrar el que nos conformara con el tratamiendo a darle a Flor por su problema de los oídos, y ahí me dí cuenta (no es que no lo sabía, es que una cosa es saberlo y otra cosa experimentarlo luego de décadas de mito) de que en Buenos Aires hay de todo: médicos malos, mediocres, buenos y excelentes; que la ciudad no infunde mágicamente sabiduría a nadie y que, ocasionalmente, los mejores de alguna especialidad no están en Buenos Aires.

Pero escribo esto mientras estoy sentado en la noche, viendo lo que muestra la foto de arriba. Ahí, adentro de esa cama, está Marina recién operada y totalmente dopada para que no tenga los dolores de la tremenda operación que le hicieron en la espalda por una maldita escoliosis, con una cicatriz de medio metro, con cables y tubos que le llegan por todos lados, con sus dignidades mínimas temporalmente suspendidas. Espero que pueda cumplir sus catorce ya habiendo salido de aquí, dentro de unos días. Cuando la trajeron de la sala de operaciones y la llevaron de la camilla a la cama y le conectaron y programaron todo, en ese estupor pavoroso del apenas despertar de la anestesia y de no saber quién sos ni qué te pasa, de sentir que tres o cuatro personas como fantasmas, con voces desconocidas, te manipulan eficientemente y casi en silencio, en la penumbra; en esa confusión borracha, angustiada, preguntó al aire con los ojos cerrados “¿Estoy muerta?”. Y se me heló el pecho porque en ese momento me di cuenta de los miedos horribles por los que había pasado mi chiquita y que no le había dicho a nadie. No, mi amor, no estás muerta, estás más viva que antes porque te arreglaron la espaldita y vas a estar muy bien, fuiste tan valiente mi amor, te quiero tanto. Y rogué por que reconociera que era la voz de su papá la que le hablaba, y que eso le llegara adonde fuera que estaba su conciencia entre tanta anestesia, y que le bajara un poco de paz para que durmiera, finalmente, tranquila.

Marina llegó de Comodoro con su columna enferma, y con Ana pude hacer que se la operara el mejor médico de la república, con los mejores implantes del mundo, en el mejor sanatorio. Todo lo humano y material, todo lo que no fue azar, fue lo mejor, y simplemente escribirlo me satisface y me alivia. Va a tener una vida buena cuando salga, va a bailar, va a correr, va a tener hijos, va a hacer lo que se le dé la gana con su espalda nueva, porque se la curaron. Acá, en Buenos Aires. Y ya sé que no es Buenos Aires, pero la ilusión óptica es buena, desde siempre es muy buena.