miércoles, 16 de diciembre de 2009

Lluvia en la autopista

General Paz, amaneciendo.

(OK, es cierto, no es algo real y en primera persona como las otras entradas, sino ficción. Pero es hija de BUE, y me vale ponerlo acá.)

Puso segunda y después primera, la autopista estaba trabada como casi cada mañana que no fuera feriado o vacaciones. El sol debería haber estado iluminando el aire a esa hora, cortándolo al bies en tajos paralelos, pero en vez de eso había unas nubes negras empecinadas en no dejarlo pasar. El pavimento húmedo, resbaladizo, brillaba delicadamente en la garúa, y pensó que otra vez lo peligroso y lo bello estaban bailando juntos. El auto de adelante se detuvo, acarició el freno en un acto reflejo totalmente ajeno a su conciencia, levantó la mirada y lo vio: era el mismo auto de ayer, más o menos en el mismo lugar, más o menos a la misma hora, y de vuelta en exactamente las mismas posiciones: ése adelante, él atrás. Sonrió extrañado ante la casualidad y jugó con la idea de que quizás no lo era, de que posiblemente, en la autopista, cada mañana, fueran todos siempre los mismos -pocos- autos. "Después de todo, nuestra pobre mente no puede reconocer más que un puñado de imágenes que le indicamos como importantes, qué va a distinguir entre mil autos más o menos indistintos". No sería imposible que ella, avergonzada o directamente incapaz, nos disfrazara su ineptitud con un conveniente pero patético disfraz de infinitud, y ocasionalmente de casualidad. Pero no importaba, y la verdad estaba divagando, así que pasó la idea al cajón de las estupideces a ser dichas en alguna reunión para parecer entre gracioso y definitivamente raro.

Como fuera, lo que salvó a este bendito auto de adelante de la indistinción fue una calcomanía que tenía pegada en el portón trasero. Del alto de una palma, habían cinco figuras: un hombre, una mujer, dos niños, un perro. Una familia. Todos tomados de la mano exceptuando, claro, al perro. Esa calcomanía le pareció una declaración de satisfacción, de meta, de orgullo o, en una de esas, un recordatorio para los ocupantes de ese vehículo de que no tenían motivos para la amargura. “Pobres…”, pensó, aunque es posible que sintiera una vaga envidia.

Llegando a 9 de Julio, miró a la eterna vieja con la alcancía con el cartel de “jubilada” pidiendo entre los autos. Y a su gorrito. Y a los tullidos, pidiendo entre los autos. Y a los vendedores de nada, vendiendo entre los autos. Y a los autos, empujándose entre los autos, primereándose, defendiéndose lastimosamente con repentinos y mínimos ataques, aceleradas, cruces, frenadas.

En el obelisco, un turista le sacó una foto a su mujer, y él quedó en el cuadro, mirándolos desde la ventanilla del auto. Lo sintió raro al hecho. Vaya uno a saber en qué país, el turista y su mujer iban a mostrar esas fotos a otra gente, y lo iban a ver a él, y él los iba a estar mirando siempre desde la ventanilla, como un fantasma mira a otros fantasmas. Y quién sabe en cuántos lugares ya estaría él, casualmente, en las fotos de desconocidos, vagando en todo el mundo.

Le pareció que eran juegos del destino. El destino, “esa fiera hecha de inconciencia y de sarcasmo”, había escrito una vez en un papelito en la esquina de Esmeralda y Perón, para no olvidarse y meterlo en algún relato que nunca hizo. El destino que tanto lo había acunado, que tanto se le había ensañado. Mientras estacionaba en el garaje pensaba en cuántas casualidades habrían en la ciudad en un día cualquiera. ¿Cuánta gente nos cruzamos en un día en la calle, en el subte, en el tren, en el colectivo? ¿Cuántos en un año? Miles. Decenas, centenares de miles. A algunos inclusive les miraba las caras, a algunas las observaba caminar, de otros era testigo de un instante. “¡Me encantó lo que cocinaste anoche!” “Decile que se lo meta en el culo.” “No, mamá, no puedo.” “Sí, a 3,82.” “Yo también.”

Subió por la escalera, porque los ascensores a esa hora estaban abarrotados y después de todo no le parecían tanto cinco pisos, al menos por esa mañana. Mientras abría la puerta de la oficina, se sentaba y prendía la computadora para empezar a trabajar, no pudo evitar la inquietud de saber que en algún momento seguramente ya se había cruzado con toda la gente en su futuro. Con todos, y no los había reconocido. Con todos, y el destino hijo de puta se le divertía poniéndoselos adelante disfrazados de presente. No los conocía, quizás ni los sospechaba, pero sabía que estaban ahí, que les había pasado cerca, o mirado, o hablado. ¿Quiénes serían? Sabía que posiblemente ese mismo día se había cruzado con un cliente, su mecánico, una esposa, una amante, su abogado, su ladrón, su asesino.

Sonó el teléfono, levantó el tubo apenas más rápido que lo normal, y dijo "Hola..."

lunes, 23 de febrero de 2009

Cronotransportadores


Perforación sigue bien, profundidad quinientos treinta y nueve metros, inyección sube siempre espesa con kerosén, aumento hubo muy poco. Se trata de un terreno que es casi imposible pasarlo de tan duro, garantimos que es kerosén de la mejor calidad, todo en buen estado. Beghin y Fuchs, 13/12/1907.

Una copia facsimilar de este telegrama se encuentra en el Museo del Petróleo de Comodoro. Hace ciento un años, Humberto Beghin y José Fuchs descubrían un líquido negro en el subsuelo de Comodoro Rivadavia que ponía al país en el mapa de los que tenían petróleo. Hace ciento un años, Beghin y Fuchs, en cierta manera silenciosa y limitada, nos independizaron. Ese papel hoy envejecido fundó tanta historia, tantas historias, el destino de tantas personas hoy idas, el relato de mi ciudad entera, parte del destino de un país…

No sé dónde esté el telegrama original, seguramente en algún archivo, y posiblemente acá en Buenos Aires, pero me gustaría verlo, tenerlo en la mano; son cosas que nos unen al pasado. O no, no es que nos unan al pasado, al pasado estamos unidos, nos guste o no, nos demos cuenta o no, lo elijamos o no. Es que son, no sé, como objetos que nos hacen tangible el pasado, eso, que lo ponen en tres dimensiones; son como puentes temporales que nos permiten asomar la cabeza y mirar a esos hombres de hace un siglo, de hace dos, de hace diez, de hace cuarenta, y reconocernos en ellos, y reconocerlos en nosotros.

La historia no es la historia sin sus objetos. Vemos esa caligrafía, esa cursiva elaborada y aun así tosca, vemos el papel sin renglones, la prosa seca, las faltas de ortografía (que a manera de tonto homenaje no transcribí), el nombre de kerosén, que le daban a lo que para nosotros siempre se llamó petróleo; vemos esa fecha del 13 de Diciembre que en ese momento fue casual pero que en Comodoro venimos festejando con bombos y platillos todos los años desde entonces como el Día del Petróleo.

Con ese papelito desvencijado y con apenas una sola foto de alguna perforación de la época ya sabemos el clima salvaje, las condiciones terribles, la tecnología precaria, la dureza, el rigor épico del trabajo. Con apenas esos dos objetos ya se nos acercan aquellos hombres ásperos de arrugas tempranas y manos callosas, aquellos hombres improbables que aún así, posando en un día de sol frente a la torre y totalmente negros y brillantes por lo que le quitaron a la tierra, parecen contentos, satisfechos, orgullosos. Y en ese momento, cuando los estamos mirando en esa imagen, ellos son los concretos y tridimensionales y vivos, y nosotros los fantasmas que los miran desde una ventana de papel.

...

Era un mediodía agobiante para estar en la catedral de Santa Cruz de la Sierra un Domingo de misa. Luego de esa primera y agotadora semana de trabajo en Andina, el feriado, el calor y la hora rogaban terminantemente por una cerveza, pero con Leo estábamos acompañando a Sandra que había ido, de puro católica, a estar en buenos términos con su dios. Leo y yo, a conocer por dentro esa construcción preciosa, antigua, que miraba a la plaza central llena de palmeras y sol y gente que te sonríe si le sonreís.

Adentro estaba mucho más umbroso y no recuerdo que hiciera tanto calor como afuera, en donde un sol imperdonable cayendo a plomo parecía serenamente determinado a no dejar a nadie vivo. La catedral era, en lo esencial, como tantas otras construcciones monumentales dedicadas al Hijo de Dios: tenía forma de cruz. La nave central, larga y repleta de feligreses, la que cruza (que después aprendí que se llama transepto), separando y enalteciendo al altar de más allá, con su cura de voz potente y cuidada, con su cura de voz tenor que llegaba hasta a los rincones de los rincones. Y miré a la gente, a las pinturas, sopesé su antigüedad en la oscuridad de su pátina; aprecié las dos columnas, una en cada costado de la nave central, con escaleras a sendos púlpitos en madera adosados a ellas y elevados un par de metros del piso, de manera de dar altura física y –sobre todo– moral a la garganta del cura para que su voz se rociara sobre todas las cabezas, para que su voz lloviera sobre todas las almas.

Terminada la misa, vi que en el transepto, a la derecha del altar, había una puerta que decía "Museo Catedralicio". Sucede que amo los museos, los de arte porque me gusta el arte, los de cosas antiguas porque, como venía diciendo, me gustan esos fantásticos objetos cronotransportadores. Así que convencí a Sandra y Leo de entrar un rato a mirar, y pagamos la módica entrada a una vieja muy cordial que finalmente fue nuestra guía.

Éramos los únicos visitantes. El museo, pequeño y en dos pisos, mostraba la gloria y riquezas desde el mil seiscientos y pico hasta aquel día. Ropa eclesial bordada con hilos de oro y plata, capas pluviales de telas pesadísimas y exquisitas, piezas de plata, algunas pequeñas y otras enormes y obscenamente macizas, antiguas pinturas de antiguos prelados, adornos, cálices, joyas. Yo preguntaba por todo, quería que la vieja me contara la historia de cada objeto, y la historia de cada historia.

Por suerte para mí, esta buena mujer, en vez de fastidiarse por mi curiosidad de martillo neumático, me dijo en un momento: "Venga por acá que le voy a mostrar algo que creo que le va a gustar. No está para el público, no se lo mostramos a nadie." Y nos guió a una salita muy pequeña, con anaqueles repletos hasta el techo de papeles, cuadernos y libros en apariencia viejos. Había un hombre en el medio del poco espacio que quedaba, mirando y haciendo algo sobre unas hojas que tenía en una mesita de madera que se parecía más a un estrado. La vieja me presentó, agarró una de las hojas de la mesita, y me la dio. Era un papel grueso, envejecido, con algunos agujeritos aquí y allá como si estuviera apolillado. "Es una cédula real, del tiempo del virreinato, el señor está catalogando y curando estos archivos" me dijo la vieja. "Ese que tiene en la mano está firmado por Carlos III" me dijo el hombre con una sonrisa. No recuerdo qué era lo que decía, alguna tediosa cuestión notarial creo, pero ahí abajo estaba la rúbrica de quien había sido el dueño del imperio en donde nunca se ponía el sol. Yo el Rey. Esa era la firma. No Carlos, o Carlos III, o Carlos de Borbón, tampoco un firulete, sino Yo el Rey. Yo. Quién más podía tener la suprema potestad de distinguirse de todo el resto no por el nombre sino diciendo simplemente Yo. Debe ser uso común de todos los reyes firmar así, pero yo no lo sabía. Me pareció maravillosa esa "Y" enorme y fileteada, envanecida, digna, real. Bendita vieja, le había caído en gracia y me hizo uno de los mejores regalos que he recibido. No el papel, claro, no el papel que todavía debe estar ahí en algún anaquel, sino la ocasión de agarrarlo, de tocar las mismas fibras que el soberano de un imperio había tocado, de ver las mismas letras, leer las mismas palabras para mí intrascendentes y acaso antes, para Yo el Rey, intrascendentes también. Ese papel era un puente, y yo estaba frente al monarca.

...

Hay unas palabras de un curioso Borges en Inglés,

I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men
have honoured in marble: my father's father killed in the frontier
of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded
and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my
mother's grandfather -just twentyfour- heading a charge of
three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.


Now ghosts on vanished horses. Esos desvanecidos caballos, ese muchacho, sable en ristre, galopando enloquecido hacia el mármol y la memoria, todo ese largo verso whitmaniano siempre me causó una especie de fascinación. Porque yo, criado sin familia inmediata cercana, con poca conciencia de ancestros más allá de mis abuelos maternos, ni siquiera conociendo a los paternos, y en una ciudad cuya historia se remontaba a gente que todavía caminaba por la calle, no se puede decir que tuviera muchas raíces en ningún lado. Las raíces me parecían objetos ajenos y curiosos, magníficos. De ahí me vendría, supongo, esa fascinación por las palabras de un hombre que reconocía a un montón de espíritus corriendo en su propia sangre. Borges, se me hacía que no estaba solo ni aun solo. Estaba lleno de historias que, no sería justo decir que lo anclaban al pasado, pero sí que lo traían desde el pasado y lo impulsaban a su vida. Borges mismo era un cronotransportador poblado de crono-transportadores.

La Buenos Aires de ese viejo finalmente ciego, la misma que ahora habito y que camino, la que me tiene en su asfalto y sus veredas, dentro de sus cementos, entre sus neones y sus ruidos solitarios, en sus humedades bochornosas, es también un cronotransportador gigantesco lleno de otros cronotransportadores. Los viejos empedrados, ciertos frentes que todavía nos hablan de conventillos, o de casas con patios y aljibes y vides, o de la magnífica riqueza de antaño, o de la ya momificada ansia por querer ser parisinos. Todo eso me lleva a las épocas en las que aquí podía verse el horizonte, y el sol cuando salía y se ponía. Y puedo ver todo lo de antes y después de cualquier momento. Allí estuvieron Perón y Eva hablando a la masa, y ahí cayeron las bombas del 55, en esas salas estuvieron reunidos en 1810, esas paredes de allí guardan gritos y uñas desesperadas, ahí comía Gardel y aquí cantó Caruso, allá va la luna rodando por Callao mientras un loco la sigue a versos. En los pisos lustrados actuales del Abasto todavía resuenan los ecos de los cajones de verduras bajadas al áspero suelo por los inmigrantes, se huele la transpiración y las frutas, se ve la luz blanda y exquisita que se colaba por sus gigantescos ventanales. En La Boca se ven los porteadores y las decenas de barcos de decenas de banderas reflejándose en las aguas bostezantes de la primera luz del día mientras se va el bajel sueco cuya bandera hoy puebla el pecho de medio pueblo. En los arrabales del sur aún retumban el honor, el tajo, la venganza,
y acaso alguna esquina
(por Flores, y ya olvidada
bajo pintura amarilla)
sea la esquina rosada.