Perforación sigue bien, profundidad quinientos treinta y nueve metros, inyección sube siempre espesa con kerosén, aumento hubo muy poco. Se trata de un terreno que es casi imposible pasarlo de tan duro, garantimos que es kerosén de la mejor calidad, todo en buen estado. Beghin y Fuchs, 13/12/1907.
Una copia facsimilar de este telegrama se encuentra en el Museo del Petróleo de Comodoro. Hace ciento un años, Humberto Beghin y José Fuchs descubrían un líquido negro en el subsuelo de Comodoro Rivadavia que ponía al país en el mapa de los que tenían petróleo. Hace ciento un años, Beghin y Fuchs, en cierta manera silenciosa y limitada, nos independizaron. Ese papel hoy envejecido fundó tanta historia, tantas historias, el destino de tantas personas hoy idas, el relato de mi ciudad entera, parte del destino de un país…
No sé dónde esté el telegrama original, seguramente en algún archivo, y posiblemente acá en Buenos Aires, pero me gustaría verlo, tenerlo en la mano; son cosas que nos unen al pasado. O no, no es que nos unan al pasado, al pasado estamos unidos, nos guste o no, nos demos cuenta o no, lo elijamos o no. Es que son, no sé, como objetos que nos hacen tangible el pasado, eso, que lo ponen en tres dimensiones; son como puentes temporales que nos permiten asomar la cabeza y mirar a esos hombres de hace un siglo, de hace dos, de hace diez, de hace cuarenta, y reconocernos en ellos, y reconocerlos en nosotros.
La historia no es la historia sin sus objetos. Vemos esa caligrafía, esa cursiva elaborada y aun así tosca, vemos el papel sin renglones, la prosa seca, las faltas de ortografía (que a manera de tonto homenaje no transcribí), el nombre de kerosén, que le daban a lo que para nosotros siempre se llamó petróleo; vemos esa fecha del 13 de Diciembre que en ese momento fue casual pero que en Comodoro venimos festejando con bombos y platillos todos los años desde entonces como el Día del Petróleo.
Con ese papelito desvencijado y con apenas una sola foto de alguna perforación de la época ya sabemos el clima salvaje, las condiciones terribles, la tecnología precaria, la dureza, el rigor épico del trabajo. Con apenas esos dos objetos ya se nos acercan aquellos hombres ásperos de arrugas tempranas y manos callosas, aquellos hombres improbables que aún así, posando en un día de sol frente a la torre y totalmente negros y brillantes por lo que le quitaron a la tierra, parecen contentos, satisfechos, orgullosos. Y en ese momento, cuando los estamos mirando en esa imagen, ellos son los concretos y tridimensionales y vivos, y nosotros los fantasmas que los miran desde una ventana de papel.
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Era un mediodía agobiante para estar en la catedral de Santa Cruz de la Sierra un Domingo de misa. Luego de esa primera y agotadora semana de trabajo en Andina, el feriado, el calor y la hora rogaban terminantemente por una cerveza, pero con Leo estábamos acompañando a Sandra que había ido, de puro católica, a estar en buenos términos con su dios. Leo y yo, a conocer por dentro esa construcción preciosa, antigua, que miraba a la plaza central llena de palmeras y sol y gente que te sonríe si le sonreís.
Adentro estaba mucho más umbroso y no recuerdo que hiciera tanto calor como afuera, en donde un sol imperdonable cayendo a plomo parecía serenamente determinado a no dejar a nadie vivo. La catedral era, en lo esencial, como tantas otras construcciones monumentales dedicadas al Hijo de Dios: tenía forma de cruz. La nave central, larga y repleta de feligreses, la que cruza (que después aprendí que se llama transepto), separando y enalteciendo al altar de más allá, con su cura de voz potente y cuidada, con su cura de voz tenor que llegaba hasta a los rincones de los rincones. Y miré a la gente, a las pinturas, sopesé su antigüedad en la oscuridad de su pátina; aprecié las dos columnas, una en cada costado de la nave central, con escaleras a sendos púlpitos en madera adosados a ellas y elevados un par de metros del piso, de manera de dar altura física y –sobre todo– moral a la garganta del cura para que su voz se rociara sobre todas las cabezas, para que su voz lloviera sobre todas las almas.
Terminada la misa, vi que en el transepto, a la derecha del altar, había una puerta que decía "Museo Catedralicio". Sucede que amo los museos, los de arte porque me gusta el arte, los de cosas antiguas porque, como venía diciendo, me gustan esos fantásticos objetos cronotransportadores. Así que convencí a Sandra y Leo de entrar un rato a mirar, y pagamos la módica entrada a una vieja muy cordial que finalmente fue nuestra guía.
Éramos los únicos visitantes. El museo, pequeño y en dos pisos, mostraba la gloria y riquezas desde el mil seiscientos y pico hasta aquel día. Ropa eclesial bordada con hilos de oro y plata, capas pluviales de telas pesadísimas y exquisitas, piezas de plata, algunas pequeñas y otras enormes y obscenamente macizas, antiguas pinturas de antiguos prelados, adornos, cálices, joyas. Yo preguntaba por todo, quería que la vieja me contara la historia de cada objeto, y la historia de cada historia.
Por suerte para mí, esta buena mujer, en vez de fastidiarse por mi curiosidad de martillo neumático, me dijo en un momento: "Venga por acá que le voy a mostrar algo que creo que le va a gustar. No está para el público, no se lo mostramos a nadie." Y nos guió a una salita muy pequeña, con anaqueles repletos hasta el techo de papeles, cuadernos y libros en apariencia viejos. Había un hombre en el medio del poco espacio que quedaba, mirando y haciendo algo sobre unas hojas que tenía en una mesita de madera que se parecía más a un estrado. La vieja me presentó, agarró una de las hojas de la mesita, y me la dio. Era un papel grueso, envejecido, con algunos agujeritos aquí y allá como si estuviera apolillado. "Es una cédula real, del tiempo del virreinato, el señor está catalogando y curando estos archivos" me dijo la vieja. "Ese que tiene en la mano está firmado por Carlos III" me dijo el hombre con una sonrisa. No recuerdo qué era lo que decía, alguna tediosa cuestión notarial creo, pero ahí abajo estaba la rúbrica de quien había sido el dueño del imperio en donde nunca se ponía el sol. Yo el Rey. Esa era la firma. No Carlos, o Carlos III, o Carlos de Borbón, tampoco un firulete, sino Yo el Rey. Yo. Quién más podía tener la suprema potestad de distinguirse de todo el resto no por el nombre sino diciendo simplemente Yo. Debe ser uso común de todos los reyes firmar así, pero yo no lo sabía. Me pareció maravillosa esa "Y" enorme y fileteada, envanecida, digna, real. Bendita vieja, le había caído en gracia y me hizo uno de los mejores regalos que he recibido. No el papel, claro, no el papel que todavía debe estar ahí en algún anaquel, sino la ocasión de agarrarlo, de tocar las mismas fibras que el soberano de un imperio había tocado, de ver las mismas letras, leer las mismas palabras para mí intrascendentes y acaso antes, para Yo el Rey, intrascendentes también. Ese papel era un puente, y yo estaba frente al monarca.
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Hay unas palabras de un curioso Borges en Inglés,
I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men
have honoured in marble: my father's father killed in the frontier
of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded
and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my
mother's grandfather -just twentyfour- heading a charge of
three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.
Now ghosts on vanished horses. Esos desvanecidos caballos, ese muchacho, sable en ristre, galopando enloquecido hacia el mármol y la memoria, todo ese largo verso whitmaniano siempre me causó una especie de fascinación. Porque yo, criado sin familia inmediata cercana, con poca conciencia de ancestros más allá de mis abuelos maternos, ni siquiera conociendo a los paternos, y en una ciudad cuya historia se remontaba a gente que todavía caminaba por la calle, no se puede decir que tuviera muchas raíces en ningún lado. Las raíces me parecían objetos ajenos y curiosos, magníficos. De ahí me vendría, supongo, esa fascinación por las palabras de un hombre que reconocía a un montón de espíritus corriendo en su propia sangre. Borges, se me hacía que no estaba solo ni aun solo. Estaba lleno de historias que, no sería justo decir que lo anclaban al pasado, pero sí que lo traían desde el pasado y lo impulsaban a su vida. Borges mismo era un cronotransportador poblado de crono-transportadores.
La Buenos Aires de ese viejo finalmente ciego, la misma que ahora habito y que camino, la que me tiene en su asfalto y sus veredas, dentro de sus cementos, entre sus neones y sus ruidos solitarios, en sus humedades bochornosas, es también un cronotransportador gigantesco lleno de otros cronotransportadores. Los viejos empedrados, ciertos frentes que todavía nos hablan de conventillos, o de casas con patios y aljibes y vides, o de la magnífica riqueza de antaño, o de la ya momificada ansia por querer ser parisinos. Todo eso me lleva a las épocas en las que aquí podía verse el horizonte, y el sol cuando salía y se ponía. Y puedo ver todo lo de antes y después de cualquier momento. Allí estuvieron Perón y Eva hablando a la masa, y ahí cayeron las bombas del 55, en esas salas estuvieron reunidos en 1810, esas paredes de allí guardan gritos y uñas desesperadas, ahí comía Gardel y aquí cantó Caruso, allá va la luna rodando por Callao mientras un loco la sigue a versos. En los pisos lustrados actuales del Abasto todavía resuenan los ecos de los cajones de verduras bajadas al áspero suelo por los inmigrantes, se huele la transpiración y las frutas, se ve la luz blanda y exquisita que se colaba por sus gigantescos ventanales. En La Boca se ven los porteadores y las decenas de barcos de decenas de banderas reflejándose en las aguas bostezantes de la primera luz del día mientras se va el bajel sueco cuya bandera hoy puebla el pecho de medio pueblo. En los arrabales del sur aún retumban el honor, el tajo, la venganza,
y acaso alguna esquina
(por Flores, y ya olvidada
bajo pintura amarilla)
sea la esquina rosada.