Lo de mi contractura no era nada que mereciera demasiado comentario, qué se yo. Cada tanto me agarra alguna y me tiene a mal traer durante un par de semanas. Esta vez fueron como dos pares de semanas, así que le dije a la petisa (que se acababa de sacar un turno en el japo acupunturista ese por un tema de la mano – que le van a tener que operar) que me sacara un turno con ella así probaba, e íbamos juntos ahorrándonos un viaje. Sacó para el Sábado a la mañana, genial, como para ir tranquilos, sin el quilombo de pedirse una mañana o una tarde en el laburo, sin el desbole de comerse el tránsito de entre semana de Capital para llegar al culo del mundo en donde queda el bendito lugar este.
La puerta del lugar no te decía nada. O sí, pero poco. Entrada de casa vieja de capital. Nos vino a atender una japonesita toda simpatía y toda flaca (voy a hacer una imperdonable generalización diciendo que las orientales son todas flacas) que en el zaguán nos hizo sacar el calzado y nos dio ojotas para entrar. Las mías las tuvo que cambiar porque se equivocó en el tamaño y no me entraban los pies así que me alcanzó unas pantuflas, y al final entramos.
Y qué lugar. Era una especie de sala cuyo vano se proyectaba hacia arriba en esa planta y la siguiente, y remataba en la cúpula de vitral que puse en la foto que te mandé. Por el costado, una escalera de madera espectacular, con pilotes macizos, que llevaba a la segunda planta, cuya baranda también es lo que se ve en la foto. En el piso de arriba, en esa especie de pasillo repartidor alrededor del vano enorme del tamaño del living de abajo, había puertas con vidrios y cortinas, también de madera perfectamente conservada, que accedían a las distintas habitaciones de la que en algún momento habrá sido una casa de familia. Qué bien que vivían antes, pensé, mientras la hacían entrar a la petisa a la consulta ahí en el consultorio de abajo que alguna vez habría sido quizás un comedor, que habría albergado quién sabe qué veladas, miradas furtivas de parejitas queriendo noviar, peleas familiares, enfermos condenados, contubernios políticos, la vida de una familia acomodada del Buenos Aires de principios del 1900.
Qué suerte que había llevado el Kindle, justo arrancaba con el libro Corea del Norte. Me apoltroné en un sillón, vi para arriba la cúpula que hacía entrar una luz cenital sensacional, escuché la lluvia cuyos ruidos y perfumes blandos venían de un jardín interior, pasando gentilmente por una puerta que habían dejado abierta para que entrara el fresco, sentí los pies en las pantuflas. Me di cuenta de que a mi derecha, contra la pared y debajo de la escalera, había un hogar ahora cubierto de chucherías orientales. Sí señor, esa sala de espera había sido un living, y ahora más que seguro un comedor esa sala contigua donde estaba la peti ahora. Me hubiera quedado leyendo horas, pero a los 5 minutos la vi salir para arriba con la mano hecha un puercoespín de agujas y me llamaron a mí.
“Deje todas sus cosas en la silla y acuéstese en la camilla boca arriba.” Celular, lentes, llave del auto, llaves de casa, billetera, Kindle. Mis cosas. Un montón. Me acosté y la japonesita me hizo una foto de cada ojo, porque no sé si dije que además de acupuntura te hacen iriología, y me hizo un cuestionario de por qué coño estaba ahí y un poco de background de afecciones. Luego me dejó ahí, acostado, y ese cuarto (el excomedor) que estaba pegado al jardín interno seguía sonando tranquilamente a lluvia. Finalmente vinieron el médico y la piba, y hablaron obviamente de mí en japonés, coreano, chino mandarín o el idioma que fuera el que comunicaba a estas personas de ojos finitos. Cada tanto la piba me preguntaba algo en perfecto argentino, y se lo traducía al médico (¿médico? vaya uno a saber), pero no traducía las palabras de partes del cuerpo. Era como una especie yin ku suan honjin omóplato te penyuan hari kisuke próstata. Lo de la próstata me inquietó, porque el médico le hizo preguntarme a la japo (era chiquita la japo, ya te lo dije, pero no uso el diminutivo de japo porque se entiende mal la frase) si tenía problemas de próstata. ¿Se suele despertar a la noche para ir a orinar? No, ya sé los síntomas, pero no me suelo despertar para ir a mear. Y eso que soy de cenar tomándome como un litro de líquido, pero sí le dije que mi abuelo materno sí tenía problemas de próstata. Conchilaló. Si tiene alguna entidad ese “diagnóstico”, me resulta seriamente un embole, no son graciosos el, ejem, diagnóstico clínico y tratamiento. La próstata, por el ojo. El chiste obligado es que no quiero saber cómo te diagnostican, por ejemplo, glaucoma, pero ni lo voy a elaborar graciosamente, otros lo han hecho mejor ya. En fin, la cosa es que dos o tres preguntas más, y me mandaron para arriba. Con “mis cosas”.
Me hicieron pasar a una sala que habría sido alguna vez el dormitorio de alguien. De varios álguienes sucesivos, en realidad, quiénes habrán sido, qué habrán hecho, ¿la casa habrá olido igual hace casi cien años, en un mediodía de Enero, con lluvia? Camilla de masajes, esas con un agujero para poner la cabeza boca abajo. Sáquese pantalón y remera y acuéstese boca abajo dice ahora otra piba con rasgos orientales, pero de los que entraron por el estrecho de Bering y bajaron: era peruana o algo. ¿Por qué uno no tiene pudor en esos lugares de quedarse casi en bolas? Me acosté, puse la cara en el hueco, me taparon traste y piernas con una toalla para que no me diera frío, y de vuelta me quedé solo. El piso era de madera. Al ratito -pero no vi nada- entró alguien que podría haber sido una mujer, un hombre, un hada o un puto dragón con manos precisas y me empezaron a poner las agujas. Como no veía, solamente podía imaginar cómo era el proceso de clavarlas. La primera, en el tendón de Aquiles de la pierna derecha. Hijo/a de puta. Si eso era una aguja, aguda pero casi incorpórea, lo que le debe haber dolido al hijo de Peleo el recio flechazo de Paris. Después fue subiendo con otras agujas, pero estas no dolían nada, solamente sentía la intriga de cómo las ponían, se oía algo, como si fuera una herramientita metálica, no las mandaban directamente con la mano.
De vuelta me dejaron solo, sería para que hiciera efecto la cosa. Al rato, quien supongo hubiera sido el colocador volvió y empezó a sacar las agujas, pasando la mano luego, lo que venía bien porque quedaba como una picazón. Me pidió en mal castellano (OK, era varón) que me diera vuelta. Era el médico que me había visto abajo. Esta vez me puso otras agujas en el brazo y en las manos: en el dorso de la derecha y en la palma de la izquierda. Y solo de vuelta, sopesando que las molduras del techo habrían sido reconstruidas hace no tantos años, y sintiendo cómo una especie de escalofrío raro que me empezaba en la pantorrilla de la pierna derecha y me subía hasta el glúteo, me erizaba en oleadas, cada tanto. No era frío. Anoche todavía lo sentía. Es extraño.
Y no mucho más, qué sé yo. Después de un rato en el que se me durmieron las dos manos de tenerlas medio para arriba, vino el doc, me sacó todo, me miró un poco más y me indicó que bajara. Abajo la japo nos indicó una dieta sin harinas, ni lácteos, ni alcohol, y si nos queríamos llevar las agujas (que ahora esas eran nuestras) o dejarlas ahí hasta la próxima visita. Con el quilombo, mugre y descontrol de la casa en obra, muchísimo mejor (y más higiénico, seguro) dejarlas ahí en guarda. Nos calzamos y nos fuimos.
No sé, uno está más acostumbrado a Occidente. ¿Te duele la espalda? Te masajeo la espalda. O te doy remedios para la espalda. O te doy una crema para que te pases por la espalda. O te pongo ondas de algún tipo en la espalda. En Oriente te duele la espalda, ¿ah, sí, a ver el ojo? Hmmm, mal el hígado, por eso el problema de la espalda. Como está mal el hígado, te pinchan las piernas, obviamente. Y las manos. Y volvé a tu casa y no comas ni harinas ni alcohol ni lácteos. Exige una especie de salto de fe ir de agujas en el tendón de Aquiles, al hígado, a uy ya no me duelen los hombros cuando estoy sentado. Veremos qué pasa.
El Sábado que viene tenemos otro turno. Espero que llueva de vuelta.